Víctor del Río
 
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Textos sobre artistas Textos sobre artístas  > Las interpretaciones de Edwuard Ruscha. Avatares de la fotografía objeto
 
 
 

“Las interpretaciones de Edwuard Ruscha. Avatares de la fotografía objeto”, en Papel Alpha. Cuadernos de Fotografía y Vídeo, nº 6 (2002-2003), pp. 3-23. ISSN: 1136-4831.

Las interpretaciones de Edward Ruscha.
Avatares de la fotografía-objeto.

Víctor del Río

 

En 1962 Edward Ruscha editaba una pequeña tirada de libros de fotografías bajo el título Twenty six Gasoline Stations. La portada parecía anunciar cínicamente un contenido que no encerraba ningún otro misterio que la literalidad de su enunciado. A partir de este libro y los que se sucedieron después la obra de Ruscha fue incorporada como parte de una lectura de la historia reciente del arte que conecta ciertos usos de la fotografía con el arte conceptual desarrollado más tarde. Como es bien sabido, Ruscha produce una serie de libros de fotografías presentados con el formato de catálogos de objetos y espacios del paisaje de Los Ángeles. El hecho de catalogar espacios anónimos, el tratamiento fotográfico de las gasolineras, los parkings o los inmuebles, y la sucesión de estos libros desde 1962, parece reconducir su obra hacia posiciones que artistas posteriores como Dan Graham desarrollarían en planteamientos más propiamente conceptuales. De forma que, al menos en calidad de antecesora, la obra de Ruscha aparece vinculada con los desarrollos del arte de concepto a través de su vertiente fotográfica y documental. El caso de Graham es significativo por la aparente cercanía de su proyecto Homes for America a la obra de Ruscha Some Los Ángeles Apartments.

No parece extraño que Graham haga uso de su propia intuición sobre de los libros de Ruscha orientándola hacia nuevas formas artísticas que parten de una negación. La negación de los fundamentos de lo que es considerado “arte”, parece conducir a una producción de objetos, acciones y comportamientos que se confunden con otros ámbitos de lo real ajenos a las leyes de la estética. Se da entonces una suerte de camuflaje del discurso artístico bajo formas de autonegación. El propio Graham alimenta el mito de la enajenación artística o de esa perspectiva desde fuera cuando describe su llegada al mundo del arte como un hecho casual: “Me vi envuelto en el sistema del arte de manera accidental, cuando unos amigos míos sugirieron abrir una galería. (...) El otoño siguiente al cierre de la galería, yo mismo empecé a experimentar con obras de arte que podían ser leídas como una reacción contra la experiencia de la galería, pero también como una respuesta a contradicciones que yo entreví en los artistas de galería.” 1 .La falta de prejuicios y la distancia permitían un realineamiento del discurso artístico en un nuevo frente de crítica cultural en el que era posible superar las determinaciones formales de los géneros y las tradiciones.

La dimensión discursiva de lo fotográfico será muy importante en las teorías que tratan de establecer una genealogía con las prácticas más actuales. Sin embargo, en el caso de Ruscha el análisis de sus libros resulta incompleto si se excluye la incesante producción pictórica que ha caracterizado su obra. El componente lingüístico parte de una íntima y peculiar relación entre la palabra y el soporte.

La obra pictórica de Ruscha es conocida por la inscripción de una serie de frases sobre fondos de color o sobre juegos de luces y sombras en los que se perfila algún motivo. La escala de sus cuadros es lingüística y en ella parece fijarse un emblema tipográfico a costa del soporte. Los fondos aparecen tratados como si fueran productos de aerógrafo o pintura para los grandes carteles de cine que todavía en algunos lugares se realizan manualmente. El fondo, con ello, cede protagonismo a la inscripción. Incluso en sus libros de fotografías el tratamiento tipográfico del título aparece estudiado como si se tratara de un ejercicio de poesía visual. Al descontextualizar la frase ésta se llena de nuevos sentidos.

A pesar de la posible coherencia poética de esas acumulaciones y recogidas de muestras lingüísticas en su pintura, es el soporte fotográfico el que ha sido señalado como índice de una nueva vía en la que Ruscha queda vinculado a las estrategias conceptuales. No se trata de la dimensión lingüística y nominativa de su obra la que desvela ese posible parentesco, sino, paradójicamente, la elaboración de uno de sus soportes. De ello podría desprenderse un síntoma de la cristalización de prejuicios críticos en torno a la fotografía. Al aislar esa faceta de su obra queda de manifiesto una identificación implícita del medio con una ortodoxia de concepto que no es aplicable a otros soportes, especialmente a la pintura. De forma que lo fotográfico actúa como indicio de una conceptualidad incipiente. Mediante estas fórmulas se asienta el sobreentendido de que la fotografía es un medio asociado al concepto.

La vinculación de Ruscha a los planteamientos conceptuales, la absorción de una parte muy concreta de su obra en un discurso general en torno al arte contemporáneo llega conjugarse en palabras de Hal Foster en El retorno de lo real. Foster plantea el desplazamiento del territorio de lo artístico hacia otras “redes discursivas”. Se trata, no cabe duda, de una percepción acertada en lo que se refiere a una pérdida de especificidad que permite a los artistas abordar otros ámbitos sociológicos y encarar un nuevo modo de activismo que Foster denomina mapeado de lo social. “El mapeado sociológico está implícito en cierto arte conceptual, a veces de un modo paródico, desde el lacónico registro de las Veintiséis gasolineras de Ed Ruscha (1963) hasta el quijotesco proyecto de Douglas Huebler de fotografiar a todos los seres humanos (Pieza variable: 70).” 2 Desde este punto de vista, la obra de Ruscha (circunscrita también en este caso a sus libros) estaría inserta en una tradición que se desarrolla en el arte de la segunda mitad del siglo XX. Esta tradición plantea un discurso en torno a lo cultural en el que el arte se transforma en un arma crítica liberada de sus propios límites formales, abierta a otros campos y, en cierto sentido, dislocada. La dislocación artística de esta nueva tendencia no se lleva a cabo al transgredir los géneros, algo que sería más bien una forma de vanguardismo, sino una reubicación del discurso. Foster reproduce aquí un relato que aparece en consonancia al planteado por Graham tal como describíamos más arriba.

Pero este marco de interpretación generalizado se asienta sobre algunas premisas fundacionales que sitúan al conceptual como momento de inflexión histórica desde mediados de los 60. Una inflexión que se traduce en la aparente superación del protagonismo de los soportes en favor de esas “redes discursivas” a las que alude Foster y que se realiza con la complicidad de una retirada del autor. Entre esas premisas cabe desatacar al menos dos que afectan con especial claridad a la obra de Ruscha. La primera de ellas es un nuevo tratamiento fotográfico que tiende a la neutralidad estética. La segunda estaría en una asimilación de parte de su obra al ready made.

La peculiaridad del uso de la fotografía en Ruscha está obviamente enmarcado en el terreno de la neutralidad estética de sus referentes. La descripción de sus libros en clave de una intencionada negación del momento estetizante del encuadre y de la toma fotográfica tiene interesantes connotaciones cuando Jeff Wall lo aborda en otro texto paradigmático. En este caso Jeff Wall analiza la desviación de Ruscha en la toma fotográfica desde un punto de vista técnico y con referencia a sus colecciones de estampas que retratan inmuebles en venta: “Aunque una o dos fotografías indican en cierta manera un reconocimiento de los criterios de la fotografía artística, o incluso fotografía de arquitectura, (por ejemplo, 22014 Beverly Glen Blvd.”), la mayor parte de ellas parece disfrutar mostrando una rigurosa serie de lapsus genéricos: una relación incorrecta del objetivo con las distancias del sujeto de la foto, falta de sensibilidad ante el momento del día y la cantidad de luz, reencuadres excesivamente funcionales, con escisiones abruptas de objetos periféricos, falta de atención sobre el personaje específico que se está representando; en resumen, una interpretación jocosa, una imitación casi siniestra de la manera en que “la gente” reproduce imágenes de sus moradas”. 3

En la descripción de Jeff Wall sobre el “antiestilo” de Ruscha está aludiendo al gusto popular por las tomas fotográficas de baja calidad como las que pueden encontrarse en los escaparates de las inmobiliarias. Así pues, la interpretación de Wall se hace en una clave de ironía enfatizada sobre los géneros tradicionales. Wall parece especialmente interesado en mostrar cómo Ruscha está desmontando la técnica fotográfica en un ejercicio de negación. Sin embargo, la ironía pop es en estos casos es siempre de ida y vuelta. Cuando se recorre la obra de Ruscha en toda su amplitud lo que se encuentra es una irreverente tendencia a los dibujos cuidadosamente descriptivos y a los cuadros montados sobre bastidores. El rabioso Kitsch del procedimiento deja siempre un residuo de autocomplacencia en el hecho mismo de pintar o dibujar lo banal. El cuidado con que se edita el libro, incluso si las fotografías son técnicamente malas, apunta a que Ruscha está jugando también en el terreno de una estetización de lo banal que no excluye el interés por la confección efectiva del soporte, es decir, por la manofactura de sus obras.
En este aspecto, las observaciones de Jeff Wall sobre la despreocupación técnica de Ruscha en sus libros vuelven a ser representativas de una discrepancia latente entre la búsqueda de la neutralidad total del referente y la formalización de las obras. Esta hacendosa revisión de la propia obra, que le lleva a fotografiar la manipulación de sus libros, matiza decisivamente, y contradice en parte, las genealogías casi directas con el ready made.

La segunda de las premisas sobre las que se asentaba la conceptualidad de la obra de Ruscha es, en efecto, su parentesco con el ready made. Él mismo establece ese vínculo. Esta idea de la fotografía y del mundo objetual generado alrededor del hecho fotográfico en clave de ready made se refuerza en otras lecturas historiográficas. Es el caso de Thomas Crow cuando describe su obra en el contexto de un descubrimiento general de Duchamp por parte de algunos artistas pop de la costa oeste, más concretamente los que se aglutinaban en torno a la Ferus Gallery de Los Ángeles. Tal descubrimiento tuvo la ventaja de no ser diferido, sino que partía de la experiencia de la primera retrospectiva de la obra de Duchamp que organizaría el Pasadena Museum of Art. La idea de incorporar objetos banales como obras artísticas abriría un modelo de legitimación de las poéticas pop. La conexión de Duchamp con el giro de la obra de Ruscha a partir de sus libros de fotografías se pone de manifiesto cuando Crow dice: “Si la exposición de Duchamp resultó reveladora para Richard Hamilton también lo fue, y en la misma medida, para los artistas más jóvenes de Los Ángeles, que vieron que existía una historia del arte que todavía estaba en proceso de elaboración que podía ratificar y pulir las trayectorias que habían emprendido sus propios trabajos. Durante el resto de la década el mundo de los museos oficiales habría de ponerse al día con posteriores retrospectivas de la obra de Duchamp en Londres y Filadelfia, pero en ninguna de ellas volvió a repetirse la conexión entre la práctica artística y la recuperación académica de la herencia de Duchamp que había tenido lugar con ésta. Edward Ruscha, un pintor que se ganaba la vida como diseñador, empezó en ese mismo año de 1963 varios escuetos libros de fotografías en los que documentaba, una a una, los distintos tipos de estructuras anónimas que poblaban el paisaje local: el primer resultado convincente fue Veintiséis gasolineras.” 4

La idea de una proximidad entre fotografía y ready made está presente en los textos fundacionales sobre teoría del medio. Pero este parentesco quizá se ha aplicado sistemáticamente obviando la diversidad de niveles de lectura que ofrece la imagen precisamente al configurar su semántica representacional en relación a su condición de objeto, al soporte físico de la imagen. En esto la analogía, quizá originariamente una sugerencia lúcida, se ha instituido de forma reduccionista. Es en ese filo entre la objetualidad de la imagen y su configuración icónica donde la obra de Ruscha incide sutilmente recreando un híbrido entre el objeto de uso y la obra artística. Al incorporar al análisis de las obras un parentesco entre fotografía y ready made se tiende a dar por sentada una identidad entre ellos. Lo que aparece en principio como una analogía acaba derivando en reduccionismo al sustituir en el funcionamiento conceptual de los términos. En cierto modo, se perpetúa en la crítica un sutil prejuicio que tiende a asociar las estructuras lingüísticas con que operan fotografía y ready made.

La ambigüedad entre los conceptos y sus representaciones ha jugado una curiosa desviación de las formas fotográficas de lo que aparentaba ser una negación a la afirmación más rotunda de la imagen y a una retórica visual y objetual nueva.
Una absorción similar se ha dado con la obra de los Becher, que fue integrada inicialmente entre las propuestas conceptuales y se ha revelado históricamente como una de las fuentes más importantes en la génesis de una nueva tendencia fotográfica más preocupada por la formalización de las obras que por los juegos lingüísticos que sugieren. En este aspecto, la dimensión objetual de la fotografía quizá no haya sido suficientemente destacada en las revisiones históricas del soporte aun cuando de manera programática había sido indicada como una de las claves para entender su incorporación al discurso artístico. Por encima de los debates sobre la artisticidad del medio fotográfico la acuñación de un nuevo concepto como el de “imagen-objeto” explicaba en gran medida la progresiva incardinación de las poéticas conceptuales en un nuevo espectro de formas en las que la imagen fotográfica adquiría una importancia indudable. Finalmente, por encima de la aparente neutralidad de los repertorios arquitectónicos de los Becher subyacía una fascinación formal por la acumulación regular de imágenes que les lleva incluso a un proceso de corrección de verticales y de formalización tan estricta como estetizante. Los paneles y su ubicación en el espacio permitían a las obras adquirir una presencia que convierte a las imágenes en objetos cuyo primer mensaje está asentado sobre la perfección de la forma.

Pero las ideas en torno a la fotografía-objeto experimentan desde los sesenta hasta nuestros días una evolución muy notable. De la pretendida familiaridad con el ready made se desprende una sugerencia tanto sobre la dimensión objetual de la imagen como sobre la capacidad de los objetos para fijar imágenes. Lo banal se revela como un modo de concreción extrema, aparece como algo irreductible. Lo insignificante consigue resumir el poder de absoluta presencia que se había pretendido desde los modelos de abstracción como los del minimalismo. Modelos, por cierto, que a su vez remontaban una corriente interna de las vanguardias. Entre la máxima abstracción del cuadrado negro suprematista a la concreción del objeto dadaísta se establecía una sutil complicidad. Quienes desarrollan las nuevas teorías de lo fotográfico trataban de sintetizar esos mundos en una lectura de sentido. Este rastro que vincula las nuevas prácticas fotográficas con el proceso de abstracción total en el arte contemporáneo es también analizado por Jeff Wall en una dialéctica que explica el resultado de una nueva fotografía-objeto. «La fotografía, a diferencia de otras bellas artes, no puede encontrar alternativas a la descripción figurativa. La representación es un rasgo intrínseco al medio fotográfico. Para poder participar en la especie de reflexividad que se había impuesto en el arte moderno, la fotografía sólo puede poner en juego su condición propia e imperativa de ser una representación-que-constituye-un-objeto.» 5

El caso Ruscha, de nuevo, se presentaba como un fenómeno especialmente apropiado para reunir el efecto combinado de una neutralidad estética en la imagen y su objetualización. Sin duda, los libros de fotografías respondían a este perfil y situaban la labor artística en un ámbito reflexivo. El libro fija un período. Se cierra como un bloque, pero también puede articularse en forma de narración. Cuando se fija el número de páginas de un libro con vistas a su encuadernación es necesario cuadrar los pliegos, hacer que coincidan las secuencias de las páginas con la materialidad del papel. En este momento el lado físico del libro determina la distribución del discurso que alberga. El número de gasolineras o de inmuebles, en el caso de Ruscha, es una acotación arbitraria. Ese arbitrio sitúa al autor en una obligada neutralidad axiológica frente a la imagen. Ese tratamiento serviría algún tiempo después para legitimar otra perspectiva sobre lo fotográfico que da como resultado un concepto bien distinto de objetualidad. Curiosamente Ruscha será un referente ineludible para una generación de artistas posteriores que utilizan la fotografía para producir “cuadros”, imágenes acabadas y perfectas en su exhibición como superficie de lectura. El único vínculo posible será el principio de neutralidad.

Cuando en 1989 Jean François Chevrier y James Lingwood plantean su exposición de artistas fotógrafos bajo el título "otra objetividad" 6 quizá estuvieran apuntando con ello también a "otra objetualidad" en la que la imagen se funde con su soporte. Es en ese momento cuando la idea de la imagen-objeto se define en relación a la obra de los artistas que trabajan con este medio consolidando con ello una progresiva incorporación de las formas fotográficas al discurso del arte. Según esto la imagen no sólo se presenta como un plano de lectura icónica, sino que se encarna en el soporte a través del juego de los formatos, las dimensiones, las series y, en definitiva, el despliegue de todo su potencial plástico sobre el espacio. El desarrollo de las cualidades objetuales de la imagen, su tratamiento modular y espacial, contrasta con las pretensiones que Dan Graham describía respecto a su obra cuando intentaba superar las determinaciones espaciales del minimal en el receptáculo de la galería. Pero no cabe duda de que la evolución del soporte fotográfico se salda con esa "incorporación". El plano semántico y bidimensional de la imagen cobra cuerpo a través de nuevos dispositivos que convierten a las fotografías en verdaderos cuadros. En el espesor de sus marcos, en su escala y en la calidad del revelado se cifran cualidades de orden técnico que son hoy baremos de la artisticidad de la obra.

En cierto sentido la idea de Chevrier y Lingwood no hace sino confirmar la certeza de que, en el arte, ninguna imagen puede sustraerse al soporte. El marco referencial de la imagen queda totalmente determinado por su presencia y sus características físicas. De forma que el nivel de exhibición y el propio contexto expositivo establecen una escala de lectura de la que no es posible disociar el contenido semántico e icónico de lo que vemos como imagen. Cuando en la exposición de 1989 Chervrier y Lingwood lanzan su selección de 11 fotógrafos bajo una presunta objetividad estaban planteando con ello la idea de imagen-objeto como sinónimo de la imagen-cuadro. Su propuesta era un intento explícito de  establecer una herencia de las prácticas artísticas de los 60 al tiempo que trataban de describir una nueva especificidad para sus artistas. Una de las características propias será un tratamiento singularizado de la imagen y una elaboración formal en favor de una simplicidad que recupera la fenomenología de las presencias objetivas del minimalismo. Ese carácter presencial se concreta en nuevos referentes que ya no son aquellos módulos opacos y ordenados en series. La imagen fotográfica inaugura un nuevo modo de opacidad en visiones desprovistas de señales subjetivas o de sentimentalismo estético. Las figuras, los paisajes, los cuadros humanos y las escenografías de lo insignificante pasan a ser presentadas también como objetos opacos. Se trata en casi todas sus obras de la focalización de un hecho central, de un gesto amplificado que se enfría y se monumentaliza. Esa lógica reductiva se condensa en el tratamiento del soporte. La imagen se refuerza en su periferia objetual, se mantiene siempre en el filo sutil que reúne la codificación icónica y el soporte. Los elementos legibles a través de su bidimensionalidad se ven alterados, connotados o matizados por el entorno receptivo en el que se ubican. El soporte de la obra, como elemento significativo, se encuentra exactamente entre las condiciones materiales de comprensión de la imagen y su capacidad para generar sentidos y lecturas. Es justamente en esa inflexión donde se sitúa la idea de imagen-objeto. Y es desde esa categoría híbrida de la imagen-objeto desde la que se ha generado un discurso que podríamos denominar “postfotográfico”. La postfotografía no es, por tanto, el resultado de un cambio en la tecnología de producción de la imagen, y no responde a los endebles dilemas teóricos entre lo analógico y lo digital. La composición originaria de las imágenes, el hecho de que tengan un origen químico o numérico resulta en la mayor parte de los casos anecdótico. Es en la constitución de un “soporte” fotográfico donde se describen una serie de pragmáticas con las que la imagen cobra relevancia más allá del acto fotográfico para constituirse como obra.

Es cierto que la obra de Ruscha opera justamente sobre el filo que separa la imagen como orden icónico y el soporte, no sólo en la materialidad física en la que se nos presenta, sino también en su alusión a un contexto de recepción. Sin embargo, su sentido será otro y la imagen en Ruscha acaba estando tan cerca de la objetualidad como del concepto. Los relatos en torno a la condición de lo fotográfico en el arte contemporáneo pasan con frecuencia por un breve e incompleto esbozo del uso que Ed Ruscha dio a este soporte en el conjunto de su obra. En cierto modo, toda su trayectoria parece reducirse a los libros de fotografías desligándolos de su sentido en el contexto más amplio de la pintura. Ello resulta muy sintomático de una serie de encuadres incompletos con los que se ha instituido una nueva lectura de lo postmoderno en parte de la crítica. Sin embargo, su obra conjuga otros componentes poéticos entre los que cobra sentido el uso de la fotografía. Entender su figura en el contexto de una época implica describir su marginalidad en el entorno del pop de Los Angeles. Como relata Dan Cameron en un acertado texto sobre su pintura 7 , Ruscha puso especial énfasis en proyectar su obra como “ítima, privada e, incluso, deliberadamente marginal”. Cameron también sugiere tímidamente el tratamiento esquizofrénico con que ha sido abordada su obra al escindir sus libros de fotografía de la producción pictórica. Y ello probablemente potenciado por la evidente incidencia de sus catálogos de gasolineras e inmuebles en el imaginario de la neutralidad estética que pasarían a conformarse como los escenarios poéticos de la fotografía-objeto. Por su parte, la pintura mantiene una conexión evidente con la producción de sus libros a través de otras claves poéticas que han permanecido en parte ajenas a la descripción evolutiva de lo fotográfico.

En la obra de Ruscha se establece una intercambiabilidad entre las palabras y las imágenes. Esto ocurre porque, en algunos casos, las palabras parecen literalmente retratadas como representaciones en papel, como sólidos sostenidos en sus materiales de manofactura, ya sean planos de papel o grandes bastidores. A su vez, estas solidificaciones de las palabras se dibujan o se pintan sobre un lienzo. Según esto, las palabras se convierten primero en objetos y luego en imágenes. Se convierten en imágenes en virtud de las tipografías comerciales, los grandes letreros sostenidos por andamiajes visibles. En cierto modo es una aliteración del paisaje. Sin duda la imagen de la palabra “Hollywood” sobre las montañas es el emblema más obvio de un paisaje como el americano. El paisaje se vuelve entonces un fenómeno de la escritura monumental.

La relación entre palabra y paisaje es ya en cierto modo familiar. En el caso de Ruscha tienen una influencia evidente los escenarios de la ciudad de Los Ángeles, lugar de reconocida inspiración en su obra. La frontalidad de los planos arquitectónicos y la reducción de los escenarios a pura fachada no aparece sólo como una síntesis conceptual sino como una forma en la proyección de lo real. El estereotipo se reconoce entonces como un fenómeno espacial, incorporado al paisaje, y con una doble dimensión sígnica y física.

En la película de Win Wenders, Paris Texas, un raído cartel acota un territorio inabarcable llamado “Paris” en medio del desierto de Texas. En la nominación ya sea irónica o ingenua, el nombre aparece como una acotación obsoleta. Los topónimos se repiten en lugares alejados entre sí varios miles de kilómetros, y cientos de hoteles y cafeterías en todo el mundo se llaman “París” o “Hollywood”. Ese es el sentido literal del “estereotipo”. Ruscha construye estéreo-tipografías, palabras que tienen la escala de símbolos espaciales de un lenguaje en el que el paisaje se genera en torno a la palabra. Las grandes inscripciones modifican nuestra visión del territorio al deletrearlo como una superficie de discurso. No deja de ser un fenómeno extraño el que hace de lo más abstracto, la palabra, un objeto, a veces de grandes dimensiones, destinado a insertarse en el paisaje. Pero al materializar la palabra, al estereotiparse, se da una migración de sentido sobre el espacio que genera. Al hacerse parte del paisaje, la palabra se vacía en el discurso de la repetición y, del topónimo, pasa al tópico, al lugar común, al lugar nombrado. El tópico se entiende entonces como un verdadero topos, el lugar por el que todo el mundo pasa. Esta es la esencia del no lugar, del territorio invisible.

En esto la fotografía desempeña un papel igualmente acotador. Encuadra un área de imagen, pero se identifica literalmente con la cota, con la indicación, con la inscripción o con la escritura con la que aparece la idea misma del paisaje. Porque, si algo es evidente en la obra de Ruscha, es que el paisaje, ante todo es una construcción simbólica y sígnica, y no un espectáculo ofrecido por la naturaleza.

Pero la sensibilidad pop de Ruscha por el Kitsch evocativo del nombre queda también de manifiesto en su voluntad prioritaria por fijar lo banal bajo la forma de figuras o signos, mensajes desde un mundo que resuena de manera imperceptible, todo aquello carente de trascendencia, justamente los paisajes invisibles y las palabras vacías escritas en los muros o en las guías de turismo. En el vaciado de sentido que tienen los topónimos o las palabras encontradas aparece una posibilidad poética. El material aparentemente inerte se condensa por acumulación en una nueva génesis de sentido. Y ello tiene lugar mediante la elaboración de un nuevo soporte. El lienzo o el libro objetualizan las imágenes y los mensajes. En este aspecto, las gasolineras marcan el comienzo de un proyecto de repeticiones que consiste en la elaboración de una sucesión de objetos similares ordenados según un criterio de clase. Se relaciona en parte con una pulsión narrativa implícita en las variaciones sobre un mismo tema. Recoge primordialmente objetos impersonales e idénticos en su estructura. La capacidad descriptiva y evocadora de la casuística, de la enumeración ejemplar, de los datos accesorios que rodean a los hechos es una tendencia en la cultura americana que está presente en sus relatos y en su mitología.

Como antecedente de sus 26 gasolineras existe un momento pictórico que es una reflexión en torno a la iconografía de la gasolinera Standard. La imagen en el seno del libro cobra narratividad. Los libros de Ruscha son huecos, se abren a una simulación de lo informativo, de lo que in-forma una realidad mediante su documentación gráfica, se presentan como una sucesión sin destino concreto, pero indudablemente se distancian del efecto derivado de contemplar una foto enmarcada bajo la sintomatología que acompaña a la visión de un cuadro. En la portada del libro, una frase parece suplantar con su precisa tipografía un repertorio de imágenes sustituibles y planas. La palabra se impone al paisaje, lo recuenta y lo anuncia como en un cartel impersonal que presentara la extensión vacía del territorio.

 
   
   
   
 
 
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